J.L. Vidal Coy
26·12·21
Casi lo primero que hizo el tristemente recordado general golpista Augusto Pinochet, tras derrocar sangrientamente el régimen constitucional chileno, fue llamar a los Chicago Boys, unos economistas chilenos ex-alumnos de Milton Friedman, para que le organizaran el país a la manera que luego sería llamada ‘neoliberal’ cuando esas mismas recetas socioeconómicas triunfaron auspiciadas por Ronald Reagan y Margaret Thatcher.
Se produjo así una desregulación de los mercados internos y una privatización salvaje del sistema social chileno, como luego preconizó Friedman en su visita a Chile en 1975. Esa ultraliberalización, vigente hasta la fecha, es la lacra que el izquierdista ganador de las elecciones, Gabriel Boric, quiere eliminar: las pensiones están privatizadas; los universitarios sin recursos se endeudan con préstamos de hasta 50.000 euros para pagar su carrera; la sanidad pública es prácticamente inexistente y la medicina privada solo la pueden pagar algunos: los ricos.
Pasó tiempo desde aquel aciago 11 de septiembre de 1973 en que llovió fuego y sangre sobre Santiago hasta que las revueltas de 2019 fueron el detonante del actual proceso constituyente chileno y las elecciones del pasado domingo en las que Gabriel Boric, uno de los dirigentes de las protestas, ganó con el 54% de los votos frente a José Antonio Kast, ultraderechista neoliberal, hijo putativo de Friedman y hermano de sangre ideológica de Santiago Abascal, que pretendía dar continuidad al desigual sistema chileno invocando la herencia de los ‘años buenos’ de Pinochet.
Porque Chile, un país con unos números macroeconómicos apreciados en los mercados de futuros y materias primas de Wall Street y de la City, es uno de los países de mayor desigualdad de América Latina. Esa es la consecuencia de una organización social eminentemente injusta, por ultraliberal o neoliberal, que ni siquiera la socialista Michelle Bachelet tuvo arrestos para desmontar, a pesar de su eficiente gestión en los periodos en que gobernó (2006/2010 y 2014/2018).
Con ella, la derecha chilena ensayó de nuevo las mismas tácticas económicas obstruccionistas de la labor de gobierno, como hicieron fundamentalmente transportistas y multinacionales gringas (recordemos a ITT y Henry Kissinger) contra Salvador Allende abriendo así paso a los milicos. Han pervivido hasta el mandato del empresario ultraliberal Sebastián Piñera (2018-2021), que ha gobernado manteniendo el esquema anti-igualitario contra el que se produjo la revuelta de 2019.
Los resultados electorales (55,87% frente al 44,13%) y la fragmentación parlamentaria no auguran una vida cómoda para Boric, ganador con una amplia plataforma de partidos de izquierda (’coalición Frankenstein’, se ha etiquetado por aquí), aunque se haya apresurado a moderar sus primeros discursos descartando cambios bruscos y radicales a corto plazo; y a pesar de que la comisión elegida en referéndum para elaborar la nueva constitución está dominada por progresistas. Pero tiene varios problemas serios.
Uno es si la derecha no ultra, fundamentalmente la Democracia Cristiana, entenderá la necesidad de amortiguar la tremenda desigualdad social a costa de la pérdida de privilegios de la oligarquía empresarial y financiera que conllevará la implantación de una cierta progresividad fiscal. Otro, si conseguirá pegamento suficiente para mantener el amplio abanico de formaciones progresistas que firmaron el programa de la coalición Apruebo Dignidad, con el que obtuvo más de 4,5 millones de sufragios: el presidente más votado de la historia chilena. Ese texto incluye reformas estructurales en salud, pensiones y educación. Y Boric ya ha dicho que no hay otra vía que la impositiva que, aunque muy gradual, tocará prebendas y redistribuirá riqueza. ¿Lo aguantará la potente extrema derecha chilena, con mucha capacidad de maniobra aún gracias a la fragmentación parlamentaria?