J.L. Vidal Coy
06/01/2022
Una declaración, publicada el Día de los Inocentes pasado, reflejó perfectamente el ambiente de la Navidad recién acabada: «Mientras la política europea habla festivamente de la caridad, deja a miles de personas ahogadas frente a su puerta. La catástrofe humanitaria en el Mediterráneo no conoce vacaciones», dijo Mattea Weihe, jefa de misión del Sea Watch 3, al pairo frente a la costa italiana con 444 migrantes a bordo, que quizá ya hayan desembarcado.
A la caridad navideña le sucede la orgía consumidora de las rebajas, también pocos días después de que otra ong, Caminando Fronteras, denunciara que en 2021 se duplicaron los migrantes muertos en el mar cuando intentaban alcanzar las costas canarias y sureñas españolas: 4.404 (12 muertos al día o uno cada dos horas durante todo el año), un 103% más que en 2020, cuando fueron 2.170.
Esos datos son los conocidos: como coinciden ong y autoridades, la cifra real es ignota, pues cientos de migrantes desaparecen en el mar sin dejar rastro frente a las costas de todo el sur de Europa y su contabilización es imposible siquiera aventurar.
Llaman la atención dos cosas. La primera es que estas entrañables fechas en las que hay tanta preocupación por el prójimo, por ayudarlo y por amarlo en los países europeos de honda raigambre cristiana y católica, los números reseñados han pasado prácticamente desapercibidos, a pesar del desgañite redoblado de las ong por el innegable agravamiento del problema de la mortandad de migrantes en el Mediterráneo, el Atlántico y el Paso de Calais.
La única respuesta que emite Bruselas es la represiva: reforzar el dispositivo FRONTEX. De lo que hacen otros directamente implicados (Reino Unido, Turquía, Bielorrusia) mejor no hablar. Ni tampoco del otro gran punto caliente permanente de la migración Sur-Norte, con el México de López Obrador convertido en gendarme de Washington contra las oleadas migratorias de Centroamérica.
La segunda: aunque solo se podrá disminuir el flujo migratorio procurando el crecimiento del bienestar en los países emisores de migrantes, se han hecho escasísimas referencias al aumento de la ayuda al desarrollo de los Estados empobrecidos en esta época anual en que los desarrollados del norte se aprestan a aprobar, si no lo han hecho ya, sus presupuestos generales para 2022.
Hace ya más de cuarenta años, en 1980, que la ONU, esa organización que ni sirve ni servirá para nada mientras los cinco grandes post Yalta mantengan su derecho individual de veto a cualquier resolución, fijó en el 0,7% del Producto Nacional Bruto (PNB) anual la proporción objetivo que cada estado desarrollado debía dedicar para Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD). Recomendación que establecía esa meta como alcanzable en un plazo razonable siempre y cuando los gobiernos fueran aumentándola paulatinamente año a año.
A estas alturas del tercer milenio, resulta que solamente Dinamarca, Luxemburgo, Noruega, Países Bajos, Reino Unido y Suecia alcanzan el 0,7% del PNB para AOD, que no debe ser confundida con la cooperación internacional en la que muchas veces se camuflan inversiones con más interés lucrativo que otra cosa y comparables a las caritativas cestas de navidad empresariales o a la campaña anual del Domund.
La media que los 37 miembros de la OCDE dedican a AOD apenas rebasa el 0,3%. España avanzó para superar ese porcentaje en las dos legislaturas de Zapatero, retrocedió notablemente durante las dos de Rajoy (0,13% en 2014) y ahora Sánchez promete recuperar la línea de su predecesor socialista. Insuficiente a todas luces como en la gran mayoría de países desarrollados.
Las perspectivas indican, por tanto, que seguiremos padeciendo finales de año con recuentos espantosos de migrantes muertos tratando de alcanzar Europa, que se conocerán mientras la desbordante alegría navideña inundará calles y plazas al norte del Mediterráneo y los Reyes Magos repartirán regalos y felicidad.